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Una Pregunta le Salvó la Vida


NO NECESITABAN ninguna razón. Llegaron, simplemente, porque él era de descendencia judía. Los nazis asaltaron su hogar y le detuvieron, a él y a toda su familia. No tardaron en ser conducidos como ganado, metidos en un tren atestado, y enviados al infame campo de la muerte de Auschwitz. Ni sus pesadillas más perturbadoras le habían preparado para ver a su familia asesinada ante sus propios ojos. ¿Cómo podía seguir viviendo con el horror de haber visto a otro niño llevar las ropas de su hijo porque éste estaba muerto como resultado de una de aquellas «duchas»? 

De algún modo, se las arregló para seguir viviendo. Un buen día, miró la pesadilla que le rodeaba y se enfrentó a una verdad insoslayable: si se quedaba allí un solo día más, se hallaba destinado a morir. Tomó la decisión de escapar, y supo que la evasión tenía que producirse inmediatamente. No sabía cómo, sólo sabía que tenía que hacerla. Llevaba semanas preguntando a los otros prisioneros: «¿Cómo podemos escapar de este lugar horrible?» Las respuestas que recibía siempre parecían ser las mismas: «No seas estúpido -le decían- No hay forma de escapar de aquí. Hacer esas preguntas no hará más que torturar tu alma. Limítate a trabajar duro y a rezar para sobrevivir». Pero él no pudo aceptar esa respuesta; no estaba dispuesto a aceptarla. Llegó a sentirse obsesionado por la idea de escapar, y aunque sus preguntas no parecían tener ningún sentido, siguió preguntándose una y otra vez: «¿Qué puedo hacer? Tiene que haber una forma. ¿Cómo puedo salir de aquí hoy mismo, sano y salvo?» 

En la Biblia se dice: "Pedid y se os dará". Y por alguna razón, ese mismo día encontró una respuesta. Quizá fue la intensidad con que se hizo la pregunta, o su sentido de la certidumbre de que «ahora ha llegado el momento». O posiblemente sólo fue el impacto de enfocar continuamente la atención sobre la respuesta a una pregunta que le quemaba. Fuera cual fuese la razón, el poder gigantesco de la mente y el espíritu humanos consiguió despertar a este hombre. La respuesta le llegó a través de una fuente improbable: el olor nauseabundo de la carne humana corrompida. Allí, a sólo unos pocos pasos de distancia de donde realizaba su trabajo, observó un enorme montón de cuerpos que habían sido amontonados en la caja de un camión: hombres, mujeres y niños que habían sido gaseados. Se les habían quitado los empastes de oro, todo aquello que poseían, cualquier joya, y hasta las ropas. 

En lugar de preguntarse: « ¿Cómo pueden los nazis ser tan despreciables, tan destructivos? ¿Cómo puede Dios haber permitido algo tan maligno? ¿Por qué me ha hecho Dios esto?», Stanislav Lec se hizo una pregunta diferente. Se preguntó: « ¿Cómo puedo utilizar esto para escapar?» Y obtuvo instantáneamente la respuesta. 

Al acercarse el final del día y cuando el grupo de trabajo se disponía a regresar hacia los barracones, Lec se ocultó detrás del camión. Se quitó las ropas en un santiamén y se metió, desnudo, entre el montón de cuerpos, sin que nadie le viera. Aparentó estar muerto y permaneció totalmente quieto, a pesar de que más tarde estuvo a punto de ser aplastado cuando el montón de cuerpos cayó sobre él. El olor fétido de la carne corrompida y los rígidos restos de los muertos le rodeaban por todas partes. Esperó y esperó, confiando en que nadie se diera cuenta de que había un cuerpo vivo en aquel montón de muertos, confiando en que el camión emprendería su marcha tarde o temprano. 

Finalmente, oyó el ruido del motor al ponerse en marcha. Sintió el estremecimiento de la caja del camión. Y en un momento experimentó un atisbo de esperanza mientras yacía allí, entre los muertos. Al cabo de un rato, el camión se detuvo y descargó su fantasmal cargamento de docenas de muertos y un hombre que aparentaba ser uno de ellos, dejándolo caer sobre una fosa gigantesca abierta en el exterior del campo. Lec permaneció allí durante horas, hasta que cayó la noche. Cuando estuvo finalmente seguro de que no había nadie por los alrededores, salió de entre la montaña de cadáveres y recorrió desnudo sesenta kilómetros, hasta la libertad.


Anthony Robbins

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