
En una noche de otoño a finales de los años cincuentas una madre y sus dos niñas, una de diez y otra de ocho años, subían al tren en la estación de la ciudad rumbo a su pequeño pueblo de origen, a unos 55 kilómetros.
El viaje transcurrió sin pormenores y al llegar a la pequeña estación de ferrocarril del pueblo, el tren detuvo su marcha para que los pasajeros bajaran. Pero el tren solo se detenía uno o dos minutos en ese lugar para seguir su marcha hacia ciudades importantes, razón por la cual las personas que ahí bajaban tenían que hacerlo a toda prisa.
Así las cosas, la madre se apresuró a bajar, recogió su maleta y adelantó a sus niñas para que se encaminaran a la salida del vagón. Las niñas bajaron y al hacerlo el tren comenzó a moverse de nuevo. La madre angustiada corrió hacia la salida, pero ya el tren había acelerado su marcha. Todo esto ocurrió en cuestión de unos pocos segundos, y la madre nada pudo hacer para evitar la situación, viendo angustiada como el tren la alejaba de sus pequeñas hijas.
Aquella estación estaba vacía. Solamente las niñas habían bajado del tren en ese lugar. Las dos permanecían de pie y asustadas sin saber qué hacer mientras veían cómo el tren se alejaba rápidamente. La espesura de la noche lo cubría todo. Sólo algunas luces brillaban tenuemente en aquella estación pueblerina.
Los minutos transcurrían lentamente en aquél lugar solitario. Ellas, volteaban hacia todos lados buscando a alguien a quien poder acudir y solicitar ayuda. Pero la estación estaba completamente vacía. No había ni una sola persona en el lugar.
De pronto, vieron a lo lejos que alguien se acercaba. Era un hombre acompañado de un niño que caminaba hacia ellas. Las niñas, inquietas, permanecieron en el mismo lugar y esperaron que esas personas se acercaran. El hombre les preguntó qué hacían ahí y las niñas procedieron a contarle rápidamente todo lo ocurrido. El hombre escuchó atento a las niñas y luego se ofreció con mucha amabilidad a llevarlas al lugar que ellas le indicaran. Le dijeron que en las afueras del pueblito, en la campiña cercana, vivía una señora que era conocida de su madre. Ella las podría recibir. El señor de inmediato contestó que aquella mujer era su madre y que él acababa de llegar de muy lejos para visitarla, luego de muchos años de ausencia. Las niñas en ese momento se sintieron a salvo.
Entonces se encaminaron hacia el lugar. Las niñas se sentían confiadas y tranquilas; se sentían bien con ese hombre, además, el hecho de que iba con un niño les daba más confianza todavía.
Caminaron largo rato a través de caminos de terracería por el monte, bajo la tenue luz de la luna. El hombre les dio a las niñas su nombre y les comentó que había estado lejos de su madre durante muchos años y que ahora, por fin, había podido venir a visitarla. El niño permaneció callado todo el tiempo.
Por fin llegaron a una pequeña casa de adobes en medio de un mezquital. Las niñas corrieron a tocar la puerta y el hombre y el niño permanecieron de pie a unos pasos del lugar. Una mujer salió y reconoció inmediatamente a las niñas haciéndolas pasar.
Cuando las niñas le dijeron que su propio hijo las había llevado hasta ahí, la mujer, que no había cerrado la puerta, salió extrañada para ver quién más estaba ahí. Pero ahí afuera no había nadie. Solo la negrura del monte solitario.
Las niñas contaron todo lo ocurrido a la señora, y ésta las tranquilizó diciéndoles que su madre estaba bien y que seguramente por la mañana iba a llegar para recogerlas.
A los pocos minutos las niñas dormían tranquilas, vencidas por el cansancio.
A los pocos minutos las niñas dormían tranquilas, vencidas por el cansancio.
A la mañana siguiente, muy temprano, alguien tocaba con fuerza la puerta de la casa. Era la madre de las niñas. La señora de la casa abrió y le contó que sus hijas estaban ahí. La mujer exclamó un grito de agradecimiento al cielo y corrió a donde estaban sus niñas.
Resultó que efectivamente la mujer que les había dado alojamiento a las niñas, tenía un hijo con el nombre que ellas mencionaron, pero que hacía más de veinte años no tenía noticias de él. Había ido a trabajar a los Estados Unidos y nunca más regresó.
En cuanto a la madre de las niñas, ella se había entregado a la oración todo el tiempo que estuvo sola en el tren, poniendo a sus pequeñas hijas bajo el cuidado de un famoso Cristo venerado en su pueblo natal, cerca de la estación donde sus niñas habían bajado. La madre permaneció en el tren hasta la próxima estación a unos 25 kilómetros de distancia de donde quedaron las niñas, y muy temprano, había tomado otro tren para regresar.
Esa misma mañana, la madre y sus dos niñas se dirigieron a la iglesia del pueblo para agradecer el milagro al famoso Cristo. De aquél hombre y su pequeño acompañante nunca se supo nada.
***
Esta historia nos demuestra que el poder de la oración realizada con profunda fe y comunión con Dios es tal que trasciende toda comprensión. Su poder puede realizar cosas aparentemente imposibles; no está supeditado a factores de tiempo y espacio. No importa cuál sea la creencia religiosa o la falta de ella, toda persona puede verdaderamente hacer lo "imposible" con el poder de la oración. No importa si dicha oración es dirigida a un santo, una virgen, un ángel, a la naturaleza, al universo o a tu propio Ser Interior (Dios en ti), lo verdaderamente importante es la FE que se imprima en dicha plegaria. Esa fe es el detonante que mueve el poder infinito que actúa instantáneamente en beneficio de la persona o las personas involucradas. Situaciones desesperantes y angustiosas pueden provocar que las personas lancen una poderosa oración o llamada llena de fe.
Hay un Ser en tu interior que te puede cuidar, proteger, inspirar y elevar por encima de toda condición indeseable. Este Ser está más interesado en ti y en tu bienestar que lo que tú te puedas imaginar. Sólo espera tu llamado. Es AMOR incondicional y está listo para ayudarte en todo momento.
Siempre es posible invocar protección no solamente para ti sino para algún ser querido o persona que la necesite. Tu palabra tiene un poder enorme y basta con expresar unas pocas palabras dirigidas al Universo, a tu Ser Interior o a cualquier Ser de Luz y tu llamada tiene que ser respondida. En metafísica se dice que "El llamado obliga la respuesta", así que nunca dudes en invocar ayuda divina cuando sea necesario.
Esta historia es verídica. Contada innumerables ocasiones por mi propia madre... quien era la niña más pequeña.
Enrique Nieto
En memoria de mi Madre. Mujer maravillosa, que fue y sigue siendo un ángel para mi. Que la Luz de Dios brille siempre radiante en ti madrecita mía.
En memoria de mi Madre. Mujer maravillosa, que fue y sigue siendo un ángel para mi. Que la Luz de Dios brille siempre radiante en ti madrecita mía.
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