
Viene a mi alcoba con frecuencia una niña que nunca habla y rara vez da más de un paso dentro de mi puerta, desde donde no hace otra cosa que mirarme.
He sorprendido en sus grandes ojos la sorpresa, el dolor, la compasión y, sobre todo, la interrogación.
A veces he creído que intenta penetrar en mi pensamiento, en mi YO interno.
No es una niña rica, sino una harapienta chiquilla de vecindad, casi siempre sucia y desgreñada.
No ha necesitado nunca hablar, para que yo sepa que se acerca a mi buhardilla. A veces oigo sus pasos menuditos en la escalera de madera, otras no los oigo y, sin embargo, sé que llega.
Nunca se acercó bastante para dejar que la acariciara. Yo quería saber de su pasado, y finalmente hoy, al oír sus pasos fuera de mi puerta, he descubierto el misterio: la he visto anciana y andrajosa; yo entonces, siendo su hijo, era pescador. La humilde residencia nuestra estaba en una isla árida, cubierta de lava volcánica. De un cercano cráter se elevaba una espesa columna de humo.
Para mí, el mundo se ampliaba hasta las islas cercanas. Para ella, aquél era todo su mundo y hubiera querido que yo fuera el rey. Sí, sus aspiraciones fueron grandes; pero murió sin verlas realizadas, pues en esa tierra inhóspita y deshabitada, empecé a ser alguien, después de ella muerta.
Y, ¡oh misterio de la vida!, he aquí que varios siglos más tarde, de nuevo nos encontramos en la carne, y en la tierra.
Ella, aunque ahora leyera esto, no lo comprendería como no comprende el porqué de su tristeza cuando me ve paralítico.
Ahora comprendo porqué siento su presencia sin verla, y el porqué de su mirada triste e interrogante.
Es que me pregunta su alma, si algo recuerdo de aquello que ambos creímos muerto.
¿Qué de raro tiene que ella me busque y que yo me alegre de su presencia, si esa, ahora niña, ya una vez fue mi madre?
Rodolfo Benavides
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