Vivimos en un mundo demasiado agresivo. A diario, ya como algo normal y con una frecuencia inusitada, sabemos de personas que han resultado heridas o muertas en enfrentamientos de diversos tipos, en una clara revelación de que somos poseedores de una fuerte tendencia agresiva. Hay agresividad en hogares, escuelas y trabajos; hay agresividad en niños, adolescentes adultos jóvenes y ancianos.
De acuerdo con los investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid: "El término agresividad hace referencia a un conjunto de patrones de actividad que pueden manifestarse con intensidad variable, incluyendo desde la pelea física hasta los gestos o expansiones verbales que aparecen en el curso de cualquier negociación. Se presenta como una mezcla secuencial de movimientos con diferentes patrones, orientados a conseguir distintos propósitos".
En mi opinión, la agresividad es una respuesta instintiva que puede ser estimulada o desestimulada socialmente, y que tiene como intención básica, defender un territorio físico o psicológico que consideramos amenazado.
El problema está, quizás, no en que seamos poseedores de esa capacidad de defensa de alto impacto, sino en la frecuencia, la proporción, el nivel de conciencia y la dirección en la cual la usamos.
Antes de revisar algunos elementos sobre la manifestación agresiva, debemos destacar que en algunos contextos el término agresividad puede verse como algo positivo, asociado a conceptos como determinación, audacia, arrojo, liderazgo, asertividad, defensa, dignidad y resolución. Nos interesa a nosotros, sin embargo, comprender y superar el lado oscuro y nocivo de esta potencia, aquel en el que se expresa con clara intención de causar daño, manifestación que por cierto, se evidencia permanentemente en todo el reino animal y que suele causar fascinación y miedo.
Sobre el origen de la agresividad, pude decirse que existe un abanico de causas posibles, que se integran de manera sistémica: algunos ven causas espirituales, kármicas, energéticas o astrales; otros anticipan como origen lo biológico, lo culturales o incluso lo voluntario. Si nos quedamos en el plano terrenal, y nos atenemos a lo que podría verse como "científico", no es descabellado asumir que la interdependencia de lo biológico, lo cultural y lo volitivo bien podrían lanzarnos hacia actitudes y hábitos de agresividad.
En lo biológico, tenemos una disposición genética que nos impulsa a defendernos para sobrevivir. También podemos aprender a ser agresivos por causa de la crianza y la educación, aunque, en ocasiones, la agresividad es una elección voluntaria derivada de egoísmos, resentimientos y necesidad de poder.
Frecuentemente, elegimos conscientemente dañar a otros, y hasta disfrutarlo.
Visto en su raíz emocional, toda agresividad tiene como base el miedo. Cuando nos identificamos con ciertas ideas, personas u objetos, y creemos que eso que consideramos importante o necesario está en riesgo o peligro, podemos optar por actuar de manera racional y persuasiva, o responder impulsivamente imponiendo nuestro criterio y poder sobre los demás usando para ello la agresividad y la violencia. El miedo a la pérdida, el dolor y al sufrimiento, así como la frustración del no logro, son potentes detonantes de las conductas agresivas. En palabras de Weisinger (1988), en la raíz de la conducta agresiva está la ira, la cual define como "una sensación de disgusto debida a un agravio, malos tratos u oposición".
La agresividad no debe verse como una fuerza ciega, pues en muchas ocasiones tenemos un margen de reflexión antes de descargarla. A veces es cierto que reaccionamos por supervivencia sin medir las consecuencias, de forma instintiva y animal. Otras, sin embargo, medimos los riesgos y el nivel de poder en el que estamos: cuando nos sabemos en posición de superioridad con respecto a otros, tendemos a imponernos más por la fuerza más que por la persuasión, mientras que cuando nos sabemos en condiciones inferiores de poder, acostumbramos usar más la persuasión que la fuerza.
No todos somos igualmente agresivos. Las observaciones científicas indican que los hombres muestran más agresividad que las mujeres y que los menos educados, y quienes han sido criados en condiciones de irrespeto y violencia, tienden a ser más agresivos que el resto de la gente, y los niños y adolescentes, más que los adultos y ancianos.
Hay quienes muestran reacciones de agresividad puntuales y ocasionales, y hay quienes, más que reacciones transitorias e intermitentes, observamos tendencias agresivas estables, que configuran un patrón de personalidad, casi siempre vinculados con comportamientos antisociales.
Para nosotros, lo importante es aprender a controlar nuestra agresividad, y reconocer a los potenciales sujetos agresivos para evitarlos, disuadirlos o vencerlos. En este sentido, la psiquiatría se vale de medicamentos que influyen directamente sobre los neurotransmisores del cerebro, pero no es esta la única posibilidad.
Para superar los arranques impulsivos de agresividad se requiere compromiso, consciencia, responsabilidad, empatía y ciertas decisiones y acciones mentales y corporales concretas.
Lo primero es asumir el compromiso de que haremos algo al respecto para modificar nuestra conducta y vivir mejor. Consciencia en el sentido de estar alerta, de observarnos, para poder actuar antes de que el diluvio emocional nos abrume y nos rebase. Responsabilidad para asumir que cada reacción desplegada por nosotros no es causada por ningún agente externo sino que es decisión de nuestro personal sistema de pensamiento y emocionalidad. Empatía para poder colocarnos en el lugar de aquellos a quienes atacamos o agredimos y poder comprender de forma más cercana lo que sienten ante nuestros despliegues de cólera. Y finalmente, proceder a practicar relajación y a buscar formas de expresión más sanas y moderadas, que no destruyan los vínculos ni nos afecten la salud y la autoestima.
En resumen, vencer la agresividad requiere determinación y voluntad. Implica respetar los valores, criterios y decisiones del prójimo; valorar más la persuasión y la negociación que la agresión; vencer la necesidad de tener razón y la nociva tendencia de obligar a los otros a que se adapten a nosotros. También demanda amplitud para percibir cada situación, pues cierto es que hay muchas maneras de ver cada evento que nos acontece.
Así que vigile su comunicación cuando se sienta disgustado y ponga control a sus gestos, al tono de su voz, a su forma de mirar y las palabras que elige expresar. Céntrese en el lado positivo de las situaciones en lugar de buscarle a todo una carencia o un defecto. Se ha dicho que la belleza está en el ojo de cada humano. Busquemos esa belleza, intentemos ver lo favorable, lo rescatable, lo que funciona, lo que nos gusta.
En un nivel amplio, en lo social, será trabajo de religiosos, políticos, legisladores, maestros, padres y comunicadores, apoyar el desarrollo de formas de pensamiento benévolas y flexibles que superen el deseo y la costumbre de dañar.
En cuanto a lo que debemos hacer frente a las personas agresivas, lo mejor es no provocarlas ni retarlas, tratarlas con respeto y en ningún caso, anularlas o descalificarlas. A veces, sin embargo, la menor decisión es alejarse.
Fuente: internet
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